Por: Felipe Saldivia
Nosotros, los pobres, no tenemos tiempo de ser resilientes: actuamos por instinto. Donde hay una rebaja, ahí estamos pero no gracias al aviso eficaz del boca a boca, sino porque nos llegó cierto olor. Hemos desarrollado, desde tiempos inmemoriales, una habilidad pasmosa para ponernos donde es. Nos movemos velozmente. De ahí el mantra que se aplica a todo el que se acerca a la cosa pública desde que un dirigente adeco puso a su compadre en un despacho ministerial: “A mí no me den, pónganme donde haiga”.
Ser pobre, en este presente distópico transversalizado por las 3R.Nets (Resistencia, Renacimiento, Revolución), es también un acto de fe. Si nos dicen que vamos bien, debemos creer que estamos de rechupete y entramos al centro comercial dizque a ver una película en el cine, comer helado y comprarnos un par de zapatos nuevos, aunque sólo alcancemos a picar el culito de una canilla que compartimos con la mujer, la suegra y los tres carajitos sentados en un banquito mientras comienzan a bajar las santamarías, a eso de las 5 de la tarde.
Nadie nos va a matar por una herencia y eso tiene sus ventajas. Al que aniquilan por temas de plata lo desaparecen de la faz de la tierra y ni siquiera un resquicio de harapos queda para exaltar la memoria de ese insigne muerto, mientras la familia, un hijo desalmado, una esposa insaciable o una amante barriobajera se chulean esos reales que amontonamos en vida en pos del estatus y el placer.
Los pobres nos queremos todos, nos contenemos y hasta nos rechazamos pero con la misericordia indigente del que se consume en sus propias contradicciones, como el pobre desclasado que quiere que Lorenzo Mendoza sea presidente de Venezuela. “Si él es próspero va a hacer que el país prospere” le escuchamos arengar mientras saca las perolas para recoger agua de lluvia e invita a un guayoyo recolado con la borra del café de ayer.
Son misteriosos los caminos de la necesidad y los pobres lo sabemos hasta en la semántica. Aprendimos a usar los términos afirmativos y nunca decimos que el vaso está medio vacío sino que está medio lleno; que estamos mal pero vamos bien; que amanecerá y veremos; que la vida será otra con la nueva normalidad.
Es también un asunto de esperanza vocacional: contratamos una pantalla de Netflix para el único televisor de la casa, y asistimos al espectáculo que seduce a todos para tener algo de qué hablar mientras hacemos la cola del Clap: la violencia contenida de June Osborne en El cuento de la criada; en verdad quién mató a Sara; ¿quién más se cogerá a quién en La casa de papel? Lo mismo en las redes sociales, donde alargamos la boca en forma de pico de pato para la selfie de rigor en Playa Chocolate, Higuerote, mientras ventilamos que eso fue durante nuestras últimas vacaciones en Río, o descaradamente nos hacemos fotos entre los anaqueles de un Walmart de Miami como inmigrantes ilegales vacacionando, y juramos que ahora sí, somos ricos, pero solo porque estamos parados ahí. Y es que nosotros los pobres, a veces, también perdemos el glamour.