La coartada del coronavirus

Hace algo más de un año, el 5 de febrero del año 2020, escribí por primera vez sobre el coronavirus, justo en las páginas que me brinda esta publicación. El artículo, leído hoy, aporta claves interesantes en el sentido de observar cuáles eran nuestras expectativas sobre una enfermedad que en esos momentos, azotando China, a algunos les parecía lejana: determinada arrogancia nubla el juicio sobre la inmunidad. En España el primer caso se dio en el archipiélago de Las Canarias, escribí que: “Si el virus ha llegado a una pequeña isla, distante del epicentro chino miles de kilómetros, es la prueba de que no hay un lugar en el mundo a salvo de estas amenazas”.

El artículo, titulado ‘Coronavirus, nuestras sociedades frente al espejo’, apuntaba algo que creo interesante ya que el paso del tiempo lo ha confirmado como una realidad, aunque muchos busquen subterfugios para evitarla. China, como decíamos, era en esos momentos el país más afectado, pero estaba haciendo frente a la enfermedad con una determinación que se plasmaba en la construcción del hospital de Huoshenshan, en Wuhan, en un tiempo récord. Cuando muchos insistían en que el diferencial chino era el autoritarismo de su Gobierno, por aquí apuntamos que la clave se hallaba en la fortaleza de su sector público. O dicho de otra forma, tras las condenas genéricas a China lo que se hallaba no era ninguna preocupación democrática, sino ensombrecer un reflejo en el que el occidente que apostó por el dogma neoliberal ha salido perdiendo.

Un año después, los que anticiparon que la pandemia iba a ser el Chernobil de China guardan silencio. También los que iniciaron hace unos meses una campaña contra la Sputnik V, la vacuna rusa, y hoy se encuentran con que, probablemente, tengan que hacer uso de la misma si quieren cumplir los plazos que se habían marcado. En especial la Unión Europea que, una vez más, se encuentra con que su dependencia de los Estados Unidos en política internacional le perjudica más que le beneficia. Aunque los intereses de la UE y Rusia no deberían ser antagónicos, si en estos momentos tienen divergencias, sería esta una buena ocasión para que Bruselas pusiera por delante la salud de sus ciudadanos antes que los compromisos con Washington. Por desgracia las últimas declaraciones de Biden, una salida de tono impropia del que se nos ha vendido como regenerador liberal frente a Trump, no auguran una situación de distensión que en estos momentos se hace más que necesaria.

En todo caso, recordábamos el artículo de hace un año no tanto por estas cuestiones de índole geopolítica, sino porque uno de sus párrafos me llamó la atención especialmente. Era aquel que hablaba de que las imágenes que nos llegaban de China, con soldados controlando las carreteras ataviados con sus trajes de protección contra amenazas víricas, nos resultaban familiares no tanto por los brotes infecciosos que ya habíamos vivido en el siglo XXI, como la gripe A, sino porque ya lo habíamos anticipado en la ficción cinematográfica. Deducimos entonces que:

Ficcionar es la forma que una sociedad tiene para poner en tensión sus esperanzas y miedos, para prepararse emocionalmente ante la contingencia. Una situación tan real como la del brote de coronavirus vale también para poner a nuestras sociedades, esos entramados de valores, reglas y sentidos comunes, diferentes pero ya indisolublemente entrelazados a nivel mundial, delante del espejo.

¿Y ahora? La pandemia afectó en un primer momento a la producción de la ficción audiovisual como a cualquier otro sector, justo en un momento en el que el confinamiento de hace un año disparó nuestro consumo de series y películas. Poco a poco la industria se ha ido adaptando a los nuevos tiempos, con los exhibidores en sala como los grandes perjudicados y las plataformas de contenidos en línea como las grandes beneficiadas. El coronavirus va a cambiar, ya está cambiando, muchas cosas. Lo que parece seguro es que ha asentado definitivamente la tendencia que nos hacía, antes de 2020, optar por el salón de nuestra casa antes que por la sala de cine para ver películas. Puede que el término “pantalla grande” sea dentro de poco una curiosidad lingüística de museo.

Aunque podríamos encontrar un puñado de excepciones, las producciones que ya se han rodado en plena pandemia tienen, en su mayoría, un denominador común: fingen que el coronavirus nunca hubiera existido. Se sitúan en un tiempo presente, pero a la vez paralelo, donde los protagonistas comparten nuestras coordenadas, pero ni están confinados, ni miran con preocupación la curva, ni llevan mascarilla. El hecho, si lo piensan, es como poco sorprendente. Mientras que la ficción previa a la pandemia tenía un hueco reservado para esas narraciones, donde la catástrofe llegaba en forma de partículas dañinas pero invisibles, cuando la catástrofe ha sucedido fuera de la pantalla, la ficción, simplemente, ha girado la cabeza como si nada de lo ocurrido este último año hubiera sido verdad.

Es posible que la ficción tan sólo huya de la realidad, en vez de inspirarse en ella, por una cuestión de negocio y entretenimiento. Es más fácil que más espectadores elijan tu producto si en una situación de tensión real le proporcionas un escape a una virtualidad más amable que su entorno. También que a los creadores les haya costado adaptarse a un contexto narrativo donde el distanciamiento social y las limitaciones al movimiento hagan más difícil hacer avanzar la acción y las relaciones entre los personajes. Al fin y al cabo, la propuesta de que un espectador sentado en su sofá vea en una pantalla a un personaje sentado en su sofá viendo una pantalla no parece la más atractiva. Puede que cuando todo esto acabe sea el momento donde el cine, probablemente antes la literatura, indague cuáles fueron nuestras sensaciones y sentimientos a lo largo de los años de la pandemia.

Lo extraño, y desde luego inquietante, es que a gran parte de la política le está pasando como a la ficción televisiva. Aunque sus debates y medidas concretas, como es lógico, giran en torno a los problemas que el virus ha generado, se diría que existe una especie de ensoñación donde se cree posible volver al mundo que existía antes del coronavirus. Nadie parece querer ver, por una mezcla entre miedo y pereza, que ya no se trata de que esta crisis ha dejado a nuestro edificio social con los cimientos agrietados, sino que antes de la pandemia nuestra casa común ya daba síntomas de agotamiento en su vertiente económica, institucional, cultural y medioambiental. El coronavirus ha cambiado y va a cambiar muchos aspectos de nuestra vida, pero sobre todo lo que ha hecho ha sido descolgar el telón que nos hurtaba a una visión diáfana de nuestra realidad. Es duro admitirlo, pero ya estábamos al final de algo.

Desde la Gran Recesión de 2008 hasta que la OMS alertó a principios de 2020 de una neumonía de origen desconocido ha transcurrido una década larga donde gran parte de todo aquello que parecía inmutable ha ido variando, en la mayoría de los casos para peor. El trabajo se ha hecho más precario, la vivienda más cara, los servicios públicos, incluida la sanidad, menos fuertes tras los recortes impuestos por el dogma neoliberal. Hemos conocido el ascenso de la ultraderecha en Europa, la salida del Reino Unido de la UE y hasta un califato integrista y desmovilizador en la orilla sur del Mediterráneo. Se cuestiona la democracia liberal desde opciones con tendencia hacia el autoritarismo, pero ese mismo sistema político es más duro contra los críticos de la economía virtual de casino que contra quienes quieren involucionar. Nos hemos acostumbrados a términos como fake news, guerras culturales o calentamiento global. Parece, como poco, una coartada de mal gusto culpar de todo esto a un coronavirus que no había saltado a la especie humana hasta hace algo más de un año.

La pandemia puede ser un gran reinicio dependiendo de si los ciudadanos ejercen su ciudadanía conscientemente, es decir, colocan por delante los intereses públicos y comunes de los privados e individuales. La pandemia puede ser un gran reinicio que signifique también un gran borrado: si todo es culpa del virus, nadie es culpable de los graves problemas antecedentes que este año no ha hecho más que revelar, aún más claramente. Nos merecemos algo más que una suspensión temporal de la codicia neoliberal cuando esta se ha visto incapaz de proporcionar certezas y seguridad en una situación relativamente preocupante. Obtendremos una vuelta a lo mismo que ya nos preocupaba antes de enero de 2020 si tan sólo nos comportamos como espectadores y no como actores conscientes, unos que se sientan delante de una pantalla fingiendo que nada de esto ha sucedido, deseando, desde un pensamiento tan mágico como inútil que todo pase pronto, que nada de esto vuelva a pasar.

Daniel Bernabé/Rusia Today
Gráfica: cortesía