Aunque todavía no se han contado todos los votos y el presidente Trump amenaza con resolver la diatriba electoral en la Corte Suprema, que controla holgadamente, la victoria de Joe Biden ha sido reconocida por medios y líderes mundiales, lo que genera un cambio en el panorama político interno a EE.UU. y también en el mundo. Ya se pueden comenzar a establecer las primeras consideraciones.
Lo primero es que en esta ocasión, a diferencia de 2016, la mayoría del pueblo estadounidense no creyó que Trump pudiera “hacer grande a América otra vez”. ¿Por qué?, ¿qué ha cambiado desde entonces?
Un golpe al populismo de derecha
Con el resultado se verifica que los votantes de EE.UU., y también sus estructuras, han terminado derrotando a un líder populista que, con una fuerza intensa, se enfrentó a la institucionalidad liberal, a los medios, a las élites de Washington y hasta a la poderosa industria bélica. Su victoria de 2016 cumplió el objetivo de aquella campaña: articular los votos tradicionales republicanos con los de obreros enfurecidos contra la globalización, vista como proceso que paralizó buena parte del parque industrial estadounidense y abrió la puerta a la búsqueda de mano de obra barata en otros países.
A pesar que el actual presidente aumentó su votación, de casi 63 millones en 2016 a más de 70 millones este año (aun no terminados de contabilizar), el modelo populista de derecha no pudo desactivar una gran respuesta liberal, que logró aumentar su caudal electoral en casi 10 millones y llegó a los 75 millones de votos.
Con la derrota de Trump gana nuevamente la globalización y el neoliberalismo. Pierde el Estado-nación que trataba de recomponerse. La victoria liberal frente al populismo es un restablecimiento o recuperación de las instituciones que se veían desplazadas por la actuación y el lenguaje del republicano.
La socialdemocracia liberal vertebrada desde el partido demócrata, que ha conquistado electoralmente a las minorías mientras apuesta por un nuevo orden mundial, ha derrotado los intentos del trumpismo por revertir su proyecto y volver a “hacer fuerte” a EE.UU. como país (su economía, su industria, su ideología), y no solo como actor hegemónico mundial o “faro del mundo”, a decir de las palabras de Biden en el acto de su victoria este sábado.
Después de cuatro años de conflicto, el estado profundo maniató y está sacando de juego a un líder que había demostrado desparpajo y mucha sinceridad en el manejo del poder, como, por ejemplo, bajándole intensidad a las guerras abiertas por sus antecesores (demócratas y republicanos) en Afganistán, Siria, Irak y Libia.
Pero las circunstancias se le opusieron a su estrategia. El manejo errado de la pandemia y el asesinato a mansalva de ciudadanos negros por parte de las fuerzas policiales, dispararon los resortes morales del liberalismo que salió en masa, con una participación histórica, a rescatar sus territorios electorales y poner fin al populismo de Trump.
Algunas implicaciones de la derrota, entonces, tienen que ver con el rápido agotamiento del modelo populista para mantener una mayoría sólida en una situación compleja. Es un aviso para los populismos de derecha emergentes, como el de Boris Johnson y Jair Bolsonaro, que estaban siendo alimentados por la ideología del trumpismo y parecen sufrir los mismos males.
No hablamos solo de geopolítica, sino de los modelos políticos que se aplican actualmente en el mundo. Pensamos en los populismos y liberalismos que se vienen confrontado las últimas décadas.
Allí, en esa disputa, naufragó el populismo de derecha en EE.UU., al menos por ahora.
Campaña de Biden: una estrategia exitosa
La manera de enfrentarse terminó siendo perfecta, en tanto su oponente no compitió en carisma o buenas ideas. Todo lo contrario. El presidente electo Joe Biden hizo una campaña que pareció más refrendaria, en el sentido de recoger todo el malestar anti-Trump. Su liderazgo estuvo bastante sublimado al mostrarse como el exvicepresidente de Barack Obama y hacer dupla con su compañera de fórmula Kamala Harris, quien sellaba la narrativa de las minorías.
El propio Trump también hizo su aporte buscándose muchos votos en contra, especialmente con el mal tratamiento de la pandemia y el avivamiento del conflicto entre los blancos protestantes y las minorías. Biden, el retador, minimizó sus apariciones públicas y ajustó su campaña al distanciamiento físico y, por lo tanto, no tuvo que sobreexponerse para ganar. Pudo esconder su debilidad.
Aunque con pocos puntos por delante, la estrategia de Biden logró desalentar la articulación que había hecho Trump en 2016, entre el voto tradicional republicano y los sectores obreros. Ese engranaje no funcionó en 2020 y el cinturón industrial, conformado por Michigan, Pensilvania y Wisconsin, que había votado sorpresivamente por Trump, giró su respaldo al partido demócrata.
Aunque Trump mejoró su votación en términos porcentuales este 2020 con las minorías (que en EE.UU. devienen mayoría cuando no se abstienen), su estilo y alianzas con el supremacismo blanco reanimaron a los afroamericanos y a las mujeres a salir a votar, después de que muchos de sus electores se abstuvieran en 2016.
El resultado es la votación más alta en la historia electoral estadounidense y la reactivación de la política en las urnas y en las calles.
En esto Kamala Harris cuenta como un pivote, no solo por ser la primera mujer vicepresidenta, sino porque al hacer llave con el presidente más longevo de la historia estadounidense, tiene una mayor proyección y posiblemente más poder de aquí en adelante, cuando está en duda que Biden pueda ser reelecto en 2024 porque ya habría pasado sus 82 años.
Pero Trump no solo retrocedió ante las minorías. La gran derrota se la llevó en estados blancos que han sido considerados tradicionalmente republicanos.
Arizona y posiblemente Georgia, que no ha culminado el conteo, ha sido quizá el mayor de los golpes contra Trump. La capital, Phoenix, ha sido determinante. Algunos ubican el cambio electoral en la alta participación de afroamericanos y otros, en el voto de la mujer en núcleos urbanos. Ya habrá tiempo de analizar con calma, pero lo cierto es que el radicalismo conservador con el que opera el partido republicano en estos estados (y en el país) no ha funcionado esta vez, lo que indica un cambio importante en el comportamiento electoral de Arizona.
En Georgia, que ha aumentado su padrón electoral de forma considerable, puede estar ocurriendo algo similar.
Cuando todos esperábamos que el cinturón industrial y Florida definieran el resultado, se generaron nuevas fronteras electorales, cuyos resultados a favor de Biden van a cambiar el foco de las estrategias electorales de aquí en adelante.
Por primera vez Ohio no ‘adivinó’, como lo venía haciendo desde la segunda guerra mundial, al ganador. En esta ocasión, ese estado votó por el perdedor, algo que comprueba la transformación en los imaginarios políticos.
Florida también perdió peso electoral, lo que puede ser determinante para la política con América Latina. Desde tempranas horas se conocía el triunfo de Trump en ese estado, lo cual no hizo mayores cosquillas en el resultado general.
Hablamos de un cambio cualitativo de la ciudadanía estadounidense, cruzado con un entusiasmo general que ha hecho de estas elecciones las de mayor participación en las historia estadounidense.
En esto, la estrategia del comando de Biden, de hacer de la elección una especie de referendo contra Trump, más que la tradicional campaña entre dos partidos y dos candidatos, ha sido efectiva. El ‘paraguas’ —la campaña de ‘atrápalo todo’— fue lo suficientemente amplio como para que la mayoría se resguardara en él y a pocos les importara quién lo estaba sujetando. Lo más importante era salir de Trump.
Biden logró la unidad en medio de una diversidad muy amplia y contrastante, desde los radicales movimientos antirracistas y el movimiento de Bernie Sanders, quien le acompañó hasta el final, hasta los republicanos desencantados de Trump. Biden se paseó por ellos, pero no se quedó atado a ninguno, lo que le permitió moverse con cautela y atrapar un voto bastante diverso. Todo esto en medio de radicales protestas, que podrían haberlo extraviado en cualquier sentido.
Es muy probable que Biden cumpla su papel de volver las aguas a su cauce y, a la larga, las minorías activadas se sientan defraudadas y vuelvan a la apatía política: pero ese es el papel que viene a cumplir el demócrata en la política estadounidense, una vez que tome posesión el 20 de enero: pacificar el país, enfrentar el coronavirus y representar a todos los sectores. Además de darle un rostro de anciana ternura al poder, que permita olvidar los intempestivos años de Trump.
Muy probablemente esta estrategia hubiera patinado si no es por el coronavirus y sus efectos en la economía. Con el aparato productivo en caída libre durante el año electoral, Trump ya no podía exhibir los avances que había concretado los años anteriores, como la baja en el desempleo y la reactivación económica general.
El coronavirus es un gran aprendizaje tanto para populistas como liberales, en tanto que el manejo de una crisis puede resultar determinante y que, en esos casos, la salida no puede ser volver a dividir al país y las opiniones, sino tratar de responder de manera responsable a las mayorías. Esto no lo hizo Trump. Dividió para perder. No supo en qué momento responder como un político que interpela al sujeto o como un estadista que debía unificar.
Lo que esta vez la gente no creyó es que Trump pudiera “hacer grande a América otra vez”, el lema de campaña que en 2016 fue ganador, pero que en 2020 ya no.
Rusia Today/Gráfica: Cortesía