Por Ignacio Ramonet
El Internet moderno, la Web, se inventó en 1989, hace treinta y dos años. O sea, estamos viviendo los primeros minutos de un fenómeno que llegó para quedarse durante siglos. Pensemos que la imprenta se inventó en 1440, y que tres décadas después casi no había modificado nada, pero acabó por trastornar el mundo: cambió la cultura, la política, la economía, la ciencia, la historia. Resulta evidente que muchos de los parámetros que conocemos están siendo modificados en profundidad, no tanto por la pandemia actual de Covid-19, sino, sobre todo, por la irrupción generalizada de los cambios tecnológicos y de las redes sociales. Además, no solamente en términos de comunicación —¿se está muriendo la verdad?—, sino también en las finanzas, el comercio, el transporte, el turismo, el conocimiento, la cultura… Todo ello sin olvidar los nuevos peligros en materia de vigilancia y de pérdida de privacidad.
Ahora, con la Web y las redes sociales, ya no es únicamente el Estado quien nos vigila. Algunas empresas privadas gigantes (Google, Apple, Facebook, Amazon, etc.) saben más sobre nosotros que nosotros mismos. En los próximos años, con la inteligencia artificial y la tecnología 5G, los algoritmos van a determinar más que nuestra propia voluntad el curso de nuestras vidas. Que nadie piense que esos cambios tan determinantes en la comunicación no van a tener consecuencias en la organización misma de la sociedad y en su estructuración política tal como la hemos conocido hasta ahora. El futuro es muy largo y los cambios determinantes apenas acaban de empezar.
Vivimos en un universo en el que nuestra privacidad está muy amenazada; estamos más vigilados que nunca mediante la biometría o las cámaras de videoprotección, mucho más de lo que imaginó el mismísimo George Orwell en su novela distópica 1984. Además, la robótica, los drones y la inteligencia artificial amenazan con crear un ecosistema del que el ser humano podría acabar siendo expulsado; sin hablar de la “crisis de la verdad” —en materia de información—, sustituida por las fake news, la posverdad, las nuevas manipulaciones o las verdades alternativas. En este punto el futuro podría estar acercándose más rápido de lo que pensamos a nuestro pasado más aterrador.
Sobre el aspecto emancipador de la actual revolución digital, lo más notable es la “democratización efectiva de la información”. Un ideal que constituía una reivindicación fundamental, y en cierta medida un sueño, desde la revuelta social de mayo de 1968 —es decir, el deseo de que los ciudadanos se apoderaran de los medios de comunicación y sobre todo de información— en cierta medida se ha realizado. Hoy en día con el equipamiento masivo de dispositivos ligeros de comunicación digital (teléfonos inteligentes, computadoras portátiles, tabletas y otros) los ciudadanos disponen, individualmente, de una potencia de fuego comunicacional superior a la que poseía, por ejemplo, en 1986, el primer canal de televisión de alcance planetario, Cable News Network (CNN). Es mucho más barato y fácil de operar. Cada ciudadano es ahora lo que antes se llamaba un mass media. Mucha gente lo ignora o no conoce el poder real del que dispone. Hoy, frente a las grandes corporaciones mediáticas, ya no estamos desarmados. Otra cosa es saber si estamos haciendo un uso óptimo del superpoder comunicacional del que disponemos.
¿Ha resuelto eso los problemas en materia de información y de comunicación? La respuesta es no, porque en la vida cada solución crea un nuevo problema. Es la trágica condición humana. Los griegos antiguos la ilustraban con el mito de Sísifo, condenado a empujar una enorme roca hasta lo alto de una montaña; una vez alcanzada la cumbre, la roca se le escapaba de las manos y se precipitaba de nuevo hasta el pie del monte. Entonces Sísifo tenía que volver a subirla a la cima, donde se le volvía a resbalar, y así hasta el fin de la eternidad.
En ese sentido, aunque la revolución digital permitió una indiscutible democratización de la comunicación —objetivo que parecía absolutamente impensable— esa democratización provoca ahora una proliferación incontrolada y desordenada de los mensajes, así como ese ruido ensordecedor creado sobre todo por las redes sociales. Esto es precisamente lo que constituye el nuevo problema. Como dijimos, ahora la verdad se ha diluido. Si todos tenemos nuestra verdad, ¿cuál es entonces la verdad verdadera? O será, como decía Donald Trump, que la “verdad es relativa”.
Al mismo tiempo, la objetividad de la información (si alguna vez existió) ha desaparecido, las manipulaciones se han multiplicado, las intoxicaciones proliferan como otra pandemia, la desinformación domina, la guerra de los relatos se extiende. Nunca se habían “construido” con tanta sofisticación falsas noticias, narrativas delirantes, “informaciones emocionales”, complotismos. Para colmo, muchas encuestas demuestran que los ciudadanos prefieren y creen más las noticias falsas que las verdaderas, porque las primeras se corresponden mejor con lo que pensamos. Los estudios neurobiológicos confirman que nos adherimos más a lo que creemos que a lo que va en contra de nuestras creencias. Nunca fue tan fácil engañarnos.
Más que una “nueva frontera”, Internet, o sea, el ciberespacio o digitalandia, es nuestro “nuevo territorio”. Vivimos en dos espacios, el nuestro habitual, tridimensional, y el espacio digital de las pantallas. Un espacio paralelo, como en la ciencia-ficción o en los universos cuánticos, donde las cosas o las personas pueden hallarse en dos lugares al mismo tiempo. Obviamente nuestra relación respecto al mundo, desde un punto de vista fenomenológico, no puede ser la misma. Internet —y mañana la Inteligencia Artificial— dota a nuestro cerebro de unas extensiones inauditas. Ciertamente la nueva sociabilidad digital, acelerada por redes socializantes como Facebook o Tinder, está modificando profundamente nuestros comportamientos relacionales. No creo que pueda haber “vuelta atrás”. Las redes son sencillamente parámetros estructurales definitorios de la sociedad contemporánea.